20 nov 2010

Notas de un viaje

Escuchas un timbre, llaman, y despiertas. Se oye la voz impersonal de alguien que habla por los altavoces. El sueño se ha acabado. Te desperezas, estiras las piernas. Piensas que llevas demasiadas horas sentado. Es hora de levantarse. La voz vuelve a hablar y anuncia el final. La última estación se aproxima y tienes que bajarte. Te indican que, por favor, no olvides nada en el vagón. Y te preguntas, le preguntas, si realmente le importaría que dejaras allí tu equipaje. No hay nada de valor, sólo tus cosas. Ya te lo habías planteado, se lo habías planteado, cuando la misma voz te habló en la estación, mientras esperabas el tren, avisándote que no descuidaras tus maletas porque te las podían robar. ¿Para qué querrán mis cosas? - te decías, le decías, mientras automáticamente las acercabas colocándolas entre tus piernas y, mirando alrededor, buscabas al que podría llevárselas, al presunto ladrón. Nadie las querría. Son sólo mis cosas. No hay nada de valor le repites sin darte cuenta de que tampoco le importan, sólo quiere evitarse problemas. Sabe perfectamente que, si las dejas, terminarás volviendo a por ellas. Nadie es sin sus cosas, todos somos a través de ellas. Aunque, a ti, seguramente, no te habría afectado el perderlas, para ser otro, para tener algo nuevo. De hecho, sabes que algo se ha quedado, pero no podrás recuperarlo, porque no te acuerdas. ¿Qué se ha dejado? ¿De qué se ha olvidado? - te interroga, preocupándose, no por tus cosas, sino por evitarse problemas. ¿Es importante? - continúa. Sí, lo era. Para mí lo era. Aunque ya no sé, no lo recuerdo - contestas. Amablemente, por compromiso, te dice que no podrá ayudarte, que primero tendrías que saber qué era y entonces sí podría hacerlo. Esperanzado comienzas a repasar lo que tienes sin comprender que realmente no te ha escuchado. No, no te ha entendido. No te ayudará porque no tiene la respuesta. ¿Quién era? - había sido la primera pregunta. ¿Quién soy? - era la última. Sólo tus cosas pueden responderte.
La última estación se aproxima y tienes que bajarte. Llegas a tu destino. Miras por la ventana. Ves en el reflejo que la gente empieza a levantarse. Inquieta se acumula en el pasillo. Tiran impacientemente de las asas, arrastrando sus bultos, y en un pesado juego de equilibrios los dejan caer. Alguien protesta, le han golpeado. No entiendes por qué tienen esas prisas. No quieres comprender por qué desean llegar. Siempre te has preguntado por qué esa angustia por salir de allí, por qué todos parecen ansiar ser los primeros en bajar del tren. No lo concibes. Te observas. Pareces tranquilo, sentado, esperando. No lo quieres reconocer pero también aspiras a ser el primero en abandonar el vagón, en llegar a tu destino.
Por última vez miras a través de la ventana. El paisaje te resulta familiar, próximo. Percibes las montañas, las mesetas, los aperos olvidados por los agricultores.
El paisaje te resulta familiar, próximo. Y recuerdas la última cena con tus amigos, sus restos, las servilletas olvidadas como montañas blancas, angulosas; los platos como valles y lagos, unos vacíos y otros todavía llenos; los cuchillos y tenedores, como herramientas de labranza abandonadas; y las botellas de brandy, de vino, de refrescos, acabadas, junto a los ceniceros atiborrados de colillas todavía humeantes. Tampoco olvidas las siestas con ella. El bosque de su pelo, los precipicios de sus hombros, las laderas de sus pechos, la llanura de su vientre, y las curvas de su cadera. La añoras. El paisaje te resulta familiar, próximo, porque el viaje no es de ida. Es un viaje de vuelta. Te fuiste para conocer tu geografía y ahora regresas, sin terminar de recorrerla. Por mucho que repases lo que tienes y recuerdes lo que perdiste, las preguntas - quién eras y quién eres - nunca se contestarán del todo.
Te ves transparente, reflejado en la ventana, espiando a tus amigos, a tu chica, como apariciones fantasmales que aparecen y se diluyen, porque el tiempo los ha desgastado, como ha hecho contigo. Por lo menos tienes una certeza, una sola: ya no eres quién eras, no puedes serlo. El viaje ha terminado, tienes que apearte, has llegado a tu destino y el tren se ha parado. Bajas, miras alrededor e intentas reconocer lo que habías dejado. Todo parece seguir igual, aunque algo ha cambiado. Buscas las diferencias. El viaje ha llegado a su fin y sólo sabes que ya no eres quien eras.